Me suda los cojones

Hace unas semanas fui a comer a un bar que acababan de abrir cerca del trabajo. Tras sentarnos y pedir unas cuantas bebidas, las camareras nos tomaron nota de los platos principales. Éramos unas diez personas en total, y pedimos cada uno un plato y algunos entrantes para compartir. En lugar de usar una libreta, el restaurante tenía un sistema informatizado que utiliza los móviles de los camareros para tomar las comandas y tramitar la cuenta. Transcurridos unos 10-15 minutos, empezaron a llegar platos que no habíamos pedido (y vimos como algunos de nuestros entrantes terminaban en las mesas de nuestro alrededor). Lo mejor de todo es que cuando todos teníamos (por fin) nuestra comida, siguieron llegando comandas. Después de explicarle a las camareras que esos platos no eran nuestros, no sin antes tener una discusión con una de ellas (por algún motivo que desconozco se enfadó con nosotros, pese a que su propio sistema informático nos estaba dando la razón), la comida siguió su curso y, tras los postres, pagué mi cuenta (bastante cuantiosa para la calidad y cantidad de comida, por cierto) y salí de ese local con la intención de no volver a pisarlo nunca más.

El suceso podría haber pasado sin pena ni gloria (vamos, no es la primera vez que voy a un bar y me atienden regular), pero desencadenó una espiral de recuerdos que me han tenido dándole vueltas al asunto durante bastante tiempo. Recuerdo, hace años, ir a una FNAC en París a comprar algo, y tras intentar hablar con un dependiente en mi francés bastante malo y viendo que no nos entendíamos, le pregunté si hablaba inglés o castellano. Sin levantar la mirada del móvil, me dijo que no, se giró y se fue por un pasillo para no volver nunca más. También recuerdo como si fuera ayer estar esperando un paquete hace unos cuantos años, bajar a comprar el pan y, al volver a casa, ver al repartidor saliendo del patio. “Seguro que le ha dejado el paquete a mis padres, que están en casa”, pensé. Al entrar, pregunté a mi madre que dónde habían dejado el paquete, a lo cual me respondió que no habían traído nada. Si bien bajé a la calle rápidamente, para aquél entonces ya no había ni rastro del repartidor. Lo que si que encontré fue un papel en el buzón avisándome de que no habían podido realizar la entrega porque no había nadie en casa. Me ha pasado también en más de una ocasión el ir a comprar comida a un supermercado y que, durante el proceso de pago en la caja, traten la comida sin ningún tipo de cuidado (con la sorpresa al llegar a casa de tener incluso que tirar alguna pieza de fruta o verdura). O intentar hacer un trámite administrativo y pegarme contra un muro infranqueable: la desidia de la persona encargada de validar el trámite, que parece vivir en un estado de ilocalización permanente.

Es muy probable que cualquiera que lea estas líneas se vea identificado con una o varias de esas situaciones, o al menos que alguna os haya hecho recordar algo similar. Creo que todas estas cosas que acabo de narrar tienen algo en común: alguien a quien le suda los cojones su trabajo. Alguien que ha decidido que no va a esforzarse más allá del mínimo para que no le despidan, y con el cual es imposible razonar. Y cuanto más pienso en todo esto, más ejemplos me vienen a la mente. Más allá de mi día a día, es una tendencia que veo por todas partes. Veo ayuntamientos que prefieren gastar dinero en medidas cortoplacistas, con el único fin de ganar las siguientes elecciones, en lugar de intentar construir una ciudad mejor. Ayuntamientos que instalan medidores de la calidad del aire por todo el centro, pero que no limitan el tráfico rodado, sin importar lo que digan dichas medidas. Veo políticos negando la realidad, tergiversando cualquier cosa que ocurre con tal de convencer a un puñado de electores (a los que parecen odiar) para que les otorguen su voto. Tampoco puedo pasar por alto a las empresas, que por algún motivo también parecen odiar a sus clientes y les ofrecen productos cada vez peores (pero más caros), que estos siguen comprando (pese a que también da la sensación de que odian a esas mismas empresas). Empresas fijadas en el crecimiento del siguiente trimestre, con una visión nula en los retos del futuro. Retos, por cierto, que tampoco estamos afrontando como sociedad: hoy en día ya nadie planta un árbol del que nunca disfrutará la sombra.

Y lo triste es que esto no parece quedarse en el mundo laboral o en la política, permea en muchas otras facetas de la vida. La gente ya no escucha música, consume canciones extremadamente simples. La gente ya no ve películas, consume vídeos de 30 segundos o tiene podcasts de fondo a velocidad x2 mientras juega a tragaperras disfrazadas de videojuego. En vez de leer libros, se pasa horas scrolleando a través de posts de 140 caracteres escritos por una IA, cuya única finalidad es, o bien mostrarle publicidad, o bien manipular sus opiniones. La gente reconoce que el catálogo de las plataformas de streaming es una castaña, pero sigue suscribiéndose y consumiendo realities de personas folleteando en una isla. Pese a vivir en la época de la historia en la que más fácil es acceder a toda la cultura jamás creada, muchísima gente decide optar por el contenido. Y lo hace con una sonrisa en la cara. Da la sensación de que no queremos arte que nos rete o nos eleve, queremos bazofia. Bazofia que tragar sin pensar, y que nos deje totalmente vacíos para poder seguir tragando día tras día.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué nos suda todo los cojones? ¿Por qué ya nada parece importar? ¿Por qué vivimos en la era del “me da igual”? Creo que hay tantas respuestas como personas, pero tras darle unas cuantas vueltas he llegado a alguna que otra conclusión. Por una parte, tengo la sensación de que en las últimas décadas se ha roto por completo el contrato social. Hoy en día uno puede cumplir su parte del trato sin obtener nada a cambio. Seguro que conocéis de primera mano (si es que no los sufrís vosotros mismos) casos de gente atrapada en trabajos mal remunerados, en los cuales, para mas inri, cuanto mejor desempeñan sus funciones, en vez de medrar y obtener mejores condiciones, su único premio es tener todavía más trabajo, responsabilidades, y estrés. Trabajadores que ven como sus jefes se rigen única y exclusivamente por el cortoplacismo, buscando un bonus en base a los beneficios sin importarles que la empresa termine quebrando dentro de cinco años (total, ellos habrán salido mucho antes con su bonus bajo el brazo). Por muchos estudios que uno tenga, el acceso a puestos mejor pagados lleva muchos años sin ser sinónimo de una mejora social real: a día de hoy es muy probable que aunque tengas estudios universitarios, másteres o títulos de doctorado, ni siquiera puedas vivir en una vivienda de tu propiedad. En este escenario, la pregunta pasa a ser: ¿cómo voy a preocuparme por lo que hago si nada de lo que consiga sirve para nada?

Lo cual me lleva a la segunda reflexión: cuando la única manera de no perder es no jugar, incluso la gente que quiere preocuparse acaba desistiendo. Todos hemos visto como gente que lleva años perfeccionando su oficio termina quemándose por completo. Frente a eso, muchos optan por la salida más fácil: dejarse llevar. No es que la mayoría de gente hoy en día pase de todo, es que pasar de todo es la única salida viable para la mayoría de gente hoy en día. Entre llegar a casa extenuado y romper a llorar de frustración, levantarse por las mañanas y odiar salir de casa para ir a trabajar, y ser incapaz de desconectar durante su día libre o en las pocas semanas de vacaciones que consiga o dejarse llevar por un sistema que no se preocupa por uno lo más mínimo, entiendo completamente la segunda postura.

Y sin embargo, cada vez que me la planteo me da la sensación de estar asomándome a un abismo lleno de cinismo e infelicidad. No se si es fruto de otra época, pero la gente más feliz que me he encontrado en la vida siempre han sido personas brillantes en su trabajo. Se enorgullecían de su oficio e intentaban hacerlo lo mejor posible, no por demostrarle nada a nadie sino por el mero placer de hacer algo bien. El mero hecho de ponerse a trabajar parecía situarles en un estado de paz, un estado similar al que se logra a través de la meditación y en el cual lograban hacer simple lo que parecía imposible. Y no solo daba gusto ver lo que eran capaces de conseguir, además resultaba inspirador para todos los que nos encontrábamos a su alrededor. Esas personas, además de ser felices, hacían felices a los demás y les inspiraban a ser mejores. Creo que todos y cada uno de esos individuos lograron hacer lo más difícil del mundo: preocuparse por algo. Lo más radical que puede hacerse hoy en día es preocuparse. Lo fácil es vivir pasando de todo y lavándote las manos cada vez que ocurre algo. Sin embargo, cuando te preocupas por lo que haces, evitas dejarte llevar por la mediocridad. Y no caer en la mediocridad parece ser la única manera de mejorar las cosas. ¿Tienes que escribir una carta de motivación? Hazla personal: escríbela desde cero, enfrentándote a la hoja en blanco. Pon tu alma en ella, aunque tu prosa no sea la mejor y se le vean las costuras. Aunque tengas contradicciones o huecos en tu currículum. Las imperfecciones son un signo de humanidad. ¿Tienes que escribir un email? No se lo dejes a ChatGPT, haz que una persona reciba el mensaje de otra persona. Si tú no te molestas en escribirlo, ¿por qué debería de molestarme yo en leerlo? Enorgullécete de tu trabajo. No apeles al mínimo común denominador. Busca la perfección, pero no para sobresalir entre los demás o para lograr unos likes, sino porque hacer bien las cosas te hace mejor. El aburrimiento de realizar una tarea repetitiva tiende a desaparecer a medida que logras hacerla de manera perfecta: hacer perfecto lo mundano resulta reparador. Dicen que la búsqueda de la perfección impide finalizar las cosas, pero creo que cuando te enfrentas a una tarea que no tiene fin, puede que sea la única manera de no perder la cabeza.

Y si no lo logras, si lo que produces es imperfecto, no te martirices. No se trata de llegar a ninguna parte, sino de hacer que el camino sea agradable. Al fin y al cabo, ten en cuenta que a la mayoría de la gente todo le suda los cojones.

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