Me gusta Alex Garland. No de la misma manera que me gustan David Fincher, Hayao Miyazaki o David Lynch, con los cuales no tengo ninguna duda de que cualquiera de sus obras van a resultarme interesantes; sino más bien como Denis Villeneuve, George Miller o Wes Anderson, que son capaces tanto de construir obras excepcionales como cascarones que, aunque de primeras puedan parecer interesantes, en el fondo están totalmente vacíos. ¿Su punto en común? siempre imprimen claramente su huella en cada una de sus creaciones. Aunque diferentes entre sí, todos poseen estilos muy marcados que saltan a la vista en cuanto uno se sienta frente a la pantalla, lo cual, quizás, sea el motivo por el cual siempre caminan al borde del precipicio, a un ligero traspiés de caer al fondo del abismo en el que habita esa bestia que ellos mismos han creado: su propia personalidad.
Garland es un autor curioso. La mayoría de sus obras siempre me han parecido que caen en dos grupos: o bien esconden mucho más de lo que aparentan, o bien están mucho más vacías de lo que parecen. Creo que por eso siempre acabo volviendo a picar, ya que nunca sabes qué vas a encontrarte con cada nuevo título. ¿28 Días Después? A primera vista, una peli de zombis, sin más. Sin embargo, no deja de ser un estudio maravilloso de lo peligroso que es el ser humano y de los límites que es capaz de sobrepasar cuando se ve entre la espada y la pared. ¿Devs? A priori, una serie más, que sigue la típica fórmula de presentar un misterio tras otro en rápida sucesión para tenerte enganchado. En el fondo, una crítica a las grandes tecnológicas a la vez que explora distintas ideas sobre el determinismo y el libre albedrío y las consecuencias de nuestras acciones (o inacciones). Pero Garland también tiene sus sombras: Ex Machina y Annihilation prometían ser obras profundas sobre el ser humano y nuestro lugar en el mundo: de la creación de inteligencias artificiales a la incapacidad de comprender el entorno que nos rodea. Lastimosamente, ambas se quedaron en un pastiche de ideas muy trilladas, tratadas con poca profundidad y con giros argumentales que hasta podrían resultar cómicos.
Creo que por eso había tardado tanto en acercarme a Civil War, ya que las últimas experiencias no habían sido nada de mi agrado. Sin embargo, el péndulo ha vuelto a oscilar una vez más, y esta película, que se había anunciado a bombo y platillo como una cinta sobre la actual división presente en la sociedad estadounidense, esconde muchísimo bajo su superficie. Esa brecha está ahí, que nadie se engañe, pero no es el núcleo de la obra bajo ningún concepto. En su lugar encontramos un fenómeno del que se ha hablado mucho ya, pero generalmente de manera muy somera: la insensibilización a la violencia. Y normalmente se trata muy por encima porque los medios, vehículo de información y lugar de debate al mismo tiempo, se sirven continuamente de ella con fines comerciales. A fin de cuentas, es difícil sostener un debate sosegado en un estudio de televisión sobre el hecho de que hoy en día podamos ver vídeos de ejecuciones en 4k y los terribles efectos que esto tiene en la sociedad, para luego dar paso al informativo de la noche, el cual abrirá con imágenes de un bombardeo en la franja de Gaza para tenerte sentado al borde del sofá sin apartar la vista de la pantalla. Civil War es una road movie donde el periodismo de guerra toma el protagonismo, donde el espectador aterriza en el centro de la acción sin saber muy bien cuáles son los bandos ni qué es lo que estos quieren exactamente, y nos lleva a rastras barbaridad tras barbaridad, acompañando a un grupo de periodistas que ha degenerado prácticamente hasta el punto de ser un mero disparador de su equipo fotográfico. Un grupo de personas que buscan, única y exclusivamente, la imagen más impactante o la cita más reveladora, sin pararse a pensar ni una milésima de segundo en las causas y las consecuencias de la situación. Y ahí es donde, en mi opinión, la obra brilla como nunca lo había hecho una película de Garland. Es imposible no ver cómo Jessie reproduce esa caída en la espiral que nosotros, como espectadores (y como sociedad), hemos recorrido ya. Resulta especialmente doloroso verle recorrer ese camino, con todo lo que ello conlleva, cuando los espectadores lo hicimos hace años sin ni siquiera pestañear.
Y todo esto, además, con una producción increíble. La gestión del sonido (y su ausencia) me pareció brillante, acompañando a una fotografía sublime (como no podría ser de otra forma, tratándose de una película de fotógrafos). El casting es espectacular, con una Kirsten Dunst impecable y un reparto que le arropa a la perfección (mención de honor a la escena que ilustra este post, con un magnífico Jesse Plemons del que nunca dejaré de arrepentirme de haber clasificado como un Matt Damon de AliExpress). Visualmente, al margen de las instantáneas que captan tanto Lee como Jessie, hay que destacar las escenas de acción en el último tercio de la película, que están grabadas con una claridad visual digna de aplauso (no hay nada que odie más que no saber qué narices estoy viendo cuando hay un mínimo de movimiento en una película).
Obviamente la recomiendo, del mismo modo que un par de obras que me vinieron a la mente durante el visionado: Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) y El Pintor de Batallas (Arturo Pérez-Reverte, 2006).
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