El cielo ya no está tan gris

Durante las últimas semanas, he estado envuelto en una vorágine consistente en intentar actualizar varios sistemas experimentales sin dejarlos fuera de juego (ya que tenía que continuar haciendo experimentos en paralelo), escribir distintos informes para la evaluación del proyecto en el que trabajo actualmente, trabajar en las revisiones de un par de artículos y tratar de ser un tutor lo menos horrible posible. El problema no son las tareas en sí (son cosas que vengo haciendo, en mayor o menor medida, desde hace ya varios años), sino la aglomeración de todas ellas, la mayoría con fechas de entrega inaplazables. En estos períodos, que por otra parte no son tan infrecuentes en el mundillo académico, me sorprendo entrando en un estado de trance en el que la mayoría de los aspectos cotidianos se ven apartados a un rincón de mi mente: nada de series/películas/videojuegos, salir por ahí con amigos, echarte una siesta, etc. Aunque este proceso ayuda bastante y me permite sacar el trabajo adelante, es algo que no puede sostenerse mucho en el tiempo, ya que el riesgo de quemarte crece de manera exponencial cuando tu vida consiste en trabajar 12-13 horas, dormir 6-7 y cocinar/comer/hacer algo de ejercicio en las restantes.

Estos ciclos, además, dejan secuelas. A medida que vas completando tareas, si bien tus niveles de estrés descienden y ya no es necesario que lleves a cabo jornadas maratonianas, tu mente no puede simplemente volver a la rutina como si nada. Uno de los ejemplos que me viene a la mente se remonta a mi etapa universitaria, en el que las épocas de exámenes consistían en un par de semanas en las que nos enfrentábamos a 6-8 asignaturas distintas cada pocos días. Muchas veces, después de terminar un test particularmente complicado para el que llevaba estudiando varios meses, me resultaba muy difícil continuar preparando el siguiente (aunque el examen fuera un par de días después), y la única manera de volver a estar operativo era tomarme un tiempo de descanso, intentando alejar los estudios lo máximo posible de mi cabeza. La idea, si bien simple, funciona a las mil maravillas. Del mismo modo que nos lavamos el paladar con agua para saltar entre distintos sabores en mitad de una comida, salir a correr o ver una película puede expulsar el estrés de nuestro organismo y ponernos a punto para atacar cualquier tarea intelectual.

Sin embargo, no sé si debido a que con el paso del tiempo tolero menos estas situaciones, cada vez me cuesta más llevar a cabo esta estrategia. Mientras que antes, con sólo darle al play me sumergía por completo en una película durante un par de horas y cuando terminaba estaba 100% operativo, actualmente me sorprendo necesitando períodos más y más largos para desconectar y recuperarme. Es muy común, cuando me voy de vacaciones, que siga pensando en el trabajo continuamente durante la primera semana (aquí la filosofía tan tóxica de estar siempre conectado, muy presente en el mundillo académico, tiene gran parte de culpa). Esto es muy problemático porque no puedo tomarme un par de semanas de vacaciones cada vez que se junten un par de entregas, por lo que llevo varios años intentando mejorar en mi capacidad de desconectar.

Durante este tiempo, he identificado algunas actividades que me funcionan mucho mejor que otras. En general, cuanto más multidimensionales sean estas, más fácil me resulta desconectar y vivir el momento al margen de mis preocupaciones. Por multidimensionales me refiero a experiencias que estimulen varios sentidos o requieran utilizar distintas habilidades al mismo tiempo. Por ejemplo, si me tumbo en la cama a escuchar música, sólo me estimulo por medio del oído. Por el contrario, si salgo a pasear por el campo mientras charlo con un amigo, estimulo mi mente, la vista, el olfato y hago ejercicio al mismo tiempo (necesito prestar atención al terreno, coordinar mis movimientos, etc.). Mientras que tumbado en la cama mi mente puede deambular con facilidad y termina volviendo a mi lista de tareas pendientes tarde o temprano, esa caminata requiere el 100% de mi atención y vuelvo totalmente recuperado.

Otra manera de lograr ese efecto (con la ventaja de que no importa si no tienes colegas disponibles) es enfrentarte a obras que te emocionen. No hay nada mejor para abandonar ese estado en el que te comportas como un autómata cuyo único cometido es trabajar que utilizando el arte para recordar que no eres un simple robot, y que la vida está llena de cosas que te revuelven por dentro. Históricamente (al menos para mí), estas obras de arte han sido siempre películas, ya que ofrecen una historia autoconclusiva, concentrada en un lapso de dos o tres horas, perfecto para disfrutar durante una tarde y reflexionar sobre lo vivido después. Ahora bien, tal y como decía antes, me resulta casi imposible sentarme en un mismo lugar y prestarle mi atención a una película sin abrir el móvil y comprobar si tengo algún correo electrónico o mensaje en Slack. Afortunadamente, una vez más los videojuegos vienen al rescate. Lejos han quedado los días en los que, si un título no ofrecía decenas (o incluso cientos) de horas de contenido, este se consideraba un engaño y la gente recomendaba evitarlo en pro de juegos con una ratio de horas/precio superior. Durante las últimas dos décadas hemos experimentado una tendencia maravillosa, orientada a la narración de pequeñas historias (normalmente de menos de diez horas de duración), pero con mensajes profundos e interesantes y acompañados de mecánicas innovadoras. Generalmente, estas obras han surgido de la comunidad indie, más abierta a la experimentación y que aspira a contar historias sobre temas nunca antes tratados en el medio, cosa que los grandes estudios no suelen intentar. Es imposible no nombrar aquí obras con historias muy interesantes como Limbo, Journey, Celeste o Rime, pequeñas joyas que se juegan en una tarde o dos, y abanderados del mensaje de que los videojuegos pueden ir mucho más allá de salvar a una princesa o acribillar a miles de enemigos. Lo bueno de este medio es que, además de narrativas que te conmueven, tú, como jugador, te sumerges en ese mundo de manera inmediata. Volviendo a la idea de las experiencias multidimensionales, los videojuegos introducen estímulos emocionales, visuales y sonoros, pero también requieren una cierta habilidad mecánica (al requerir que el jugador maneje los controles) y establecen un vínculo directo entre el jugador y la historia, cosa que muchas veces no ocurre en el cine (que quieres que te diga, a mí me resulta difícil identificarme con The Rock cuando salva al mundo en alguna de sus películas).

Y sí, es posible que todo este preámbulo haya sido una introducción para hablar de los dos videojuegos que he disfrutado durante este puente, pero creo que es importante dar un contexto de por qué alguien decide jugar a un juego en un momento determinado. Como decía al principio de la entrada, he pasado unas cuantas semanas hasta arriba de trabajo, y aprovechando que tenía tres días seguidos sin muchas obligaciones, decidí darme un chapuzón emocional con el objetivo de despertarme un poco y tomar fuerzas para la recta final del curso. El primer título que elegí fue Happy Game, una pequeña historia point-and-click de Amanita Design que tenía pendiente desde su lanzamiento.

Los más jugones probablemente recordarán algunas de las maravillas del estudio, como por ejemplo Machinarium o Samorost, aventuras gráficas con un estilo visual precioso y bandas sonoras sublimes. El contraste de Happy Game con los anteriores títulos es más que notable. Si bien el apartado visual sigue estando tan cuidado como siempre, ahora el jugador no se mueve por un mundo mágico y acogedor, sino que navega a través de una serie de pesadillas, a cada cual más perturbadora. Como los desarrolladores avisan nada más comenzar el juego, «Happy Game is not a happy game«, y sus dos horas de duración me parecen una experiencia perfectamente diseñada: mirar al abismo siempre es enriquecedor, pero es mejor no estar demasiado tiempo, no sea que el abismo te devuelva la mirada…

El segundo título fue GRIS, ópera prima de Nomada Studio, y una de las experiencias más interesantes que he tenido el placer de jugar en mi vida. A primera vista, GRIS es un juego de plataformas con un estilo artístico muy llamativo, basado en la técnica de la acuarela. Sin embargo, nada más comenzar a jugar te das cuenta de que GRIS esconde muchísimo más en su interior. Sin necesidad de utilizar diálogos ni indicaciones, el juego te lleva de la mano a través del modelo de las cinco etapas del duelo de Kübler-Ross (negación, ira, negociación, depresión y aceptación). Para ello, utiliza la teoría de la psicología de los colores, introduciendo distintas paletas cromáticas en el juego a medida que las emociones inundan a la protagonista (por ejemplo, rojos cuando está dominada por la ira, azules cuando está atrapada por la depresión, o negro cuando se enfrenta a su demonio interior). GRIS tiene un estilo muy minimalista, y se presenta prácticamente como un lienzo en blanco en el que las acuarelas echan a correr alrededor del jugador, entremezclándose en función del estado anímico de la protagonista, y todo ello al ritmo de una banda sonora maravillosa. Al igual que todos atravesamos el proceso del duelo experimentando distintas emociones y aprendiendo ciertos mecanismos para sobrellevarlo, el juego te obliga a combinar las habilidades que adquieres para avanzar. Me gustó muchísimo también que los desarrolladores presenten el duelo como un proceso no secuencial y que, si bien tiene un principio, no tiene un claro final: la ira va y viene a lo largo de toda la historia, la depresión es algo con lo que aprendes a convivir más que algo que superas y olvidas, y cuando logras recuperarte de ese suceso traumático, todos esos sentimientos y maneras de enfrentarte al mundo pasan a formar parte de tu persona.


Mientras termino de escribir estas líneas, los últimos coletazos de una tormenta amainan, y las nubes dejan entrever los primeros rayos de sol en las últimas semanas. El aire huele más limpio de lo normal, y la humedad invita a salir a caminar por la ciudad. El cielo ya no está tan gris.


Escuchando: Gris Soundtrack – Komorebi | Gris

This work is licensed under CC BY-NC 4.0

Comentarios

2 respuestas a «El cielo ya no está tan gris»

  1. […] maravilla made in Spain. De esta obra ya hablé largo y tendido en el blog hace unos meses, y que esté en mi top del año no es ninguna sorpresa. Con muchas ganas de jugar a […]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *